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jueves, 5 de diciembre de 2013

AQUELLOS OJOS TRISTES

Tenía la mirada perdida y los ojos enrojecidos, supongo que de llorar.

Yo la miraba desde mi asiento, no perdía detalle de cada gesto, de cada vez que sus dedos contenían alguna lágrima y ella suspiraba tratando de calmarse a si misma.

Me pregunté qué le estaría haciendo tanto daño; la persona que llora en un autobús, debe estar pasándolo muy mal. Yo jamás me atrevería a hacerlo, tantas personas desconocidas presenciando un momento tan duro e íntimo, no, yo no podría.
Pero ella estaba ahí, a tan solo unos metros de mi y su dolor me azotó el corazón.

Pensé, “¿cómo una muchacha tan bonita y delicada puede estar tan triste?". 
No sé por qué, lo primero que pensé fue en temas de amores. Puede que parezca descortés pensar genéricamente que las mujeres solo lloran por amor; pero sus lágrimas, aunque tratase de esconderlas, caían a plomo contra el suelo. Vi un par caer.
Conozco diferentes formas de llorar. Por suerte o por desgracia tuve que presenciar varias veces el sufrimiento en mi familia y había creado, de un modo subconsciente, una manera de diferenciar el llanto de una persona.

Ella estaba destrozada por amor, eso seguro. Su dolor salía de su cuerpo e impactaba contra el frío suelo de un autobús urbano. Yo me moría de ganas por levantarme y estrecharla en un abrazo tierno, como cuando somos niños y nos abrazan para serenarnos. Ella necesitaba precisamente eso, lo sabía, como si la conociese de toda la vida.

Sacó un libro y subió el volumen de su mp4 dando un par de toques a la pantalla. Se acomodó de nuevo los auriculares y volvió a perder la mirada por la ventana unos minutos más. El libro la esperaba recostado sobre sus piernas. Ella tenía sus manos sobre él, esperando la señal instintiva o el momento de salir de sus pensamientos para abrirlo.

La perpendicular me ofrecía la posibilidad de ver su espalda y parte de su perfil derecho, a veces, cuando giraba un poco la cara, podía ver sus ojos rojos y tristes.

Cuando me di cuenta, me había pasado varias paradas de la mía. No me importó en absoluto. Por una extraña razón me quería quedar y acompañarla en ese duro trayecto.
Dicen que las obras más sinceras y especiales se hacen de manera anónima, sin que esperes una medalla por ello, sin que pienses en que tienes un público al cual complacer. Yo estaba haciendo eso... un acto anónimo de apoyo y de cariño hacia una extraña que me inspiró tal ternura que no me vi con fuerzas de dejarla a su merced en ese autobús; cada uno en su asiento, sin saber tan siquiera nuestros nombres.

El recorrido era largo y lo agradecí. Cada minuto que pasaba mis ojos le hacían llegar toda mi energía, esperando y deseando que pudiese llegarle.
La estaba abrazando con la mente y le estaba susurrando al oído que ya había pasado lo peor, que estuviese tranquila.
Sería estupendo que esos libros que hablan de las energías y las fuerzas ocultas de los humanos tuviesen razón. Pueden parecer locuras, o pensamientos absurdos, pero creía un poco en ello y eso me alentaba para seguir enviándole mi apoyo a través de un silencioso diálogo energético.

Era curioso, pero por una vez en mi vida sentí que estaba donde debía estar y en el momento oportuno.

Ella permanecía inmóvil, congelada y estática en la misma posición. Solo su frente fue a descansar contra la fría superficie de la ventana. 
De repente, sentí que estaba más tranquila. "¿Habían funcionado mis energías?" Sonreí ante la idea de haber contribuido.
Ya solo quedaban cuatro personas aparte de ella y yo. El recorrido llegaba a su fin y sentí angustia. "¿Y si le hablo?" "¿Y si de un modo distendido le pregunto que le sucede?"
"¿Y si no la vuelvo a ver más?"
Pero todas las preguntas se vieron interrumpidas cuando se levantó, y yo, me quedé en blanco.

Ahora sí podía ver bien su rostro. Realmente estaba muy triste. Sus ojos eran muy bonitos pese a cargar con tanto dolor, se le marcaban con fuerza las ojeras y su cara estaba pálida como la de quien va a desfallecer.

Un segundo; tan solo un pequeño y maravilloso segundo, nuestras miradas se encontraron. Lo que sentí por dentro no tendría palabras existentes para describirlo.
Tras el fugaz instante, ella bajó los ojos al suelo y esperó a que llegara el momento de bajar. Yo pensé “ahora o nunca”. Pero mis labios estaban sellados, mis pies atornillados al suelo y mi espalda rígida contra el respaldo. Los únicos que permanecían vivos aún eran mis ojos, así que decidí usarlos para manifestar lo que mi cuerpo no podía.

Le clavé la mirada hasta que conseguí que se sintiese observada. Ella reaccionó frunciendo el ceño y levantando la cabeza de su escrutinio del suelo. Miró al frente y después a la derecha, justo donde mis ojos la estaban esperando.
Esta vez la mirada duró más.
Sin saber por qué, ella no quitó sus ojos de los míos; y así, se dijeron “Hola” por primera vez.

Antes de bajarse me regaló la mejor de las medallas... Su Sonrisa.

Sentí que había merecido la pena todo.
Me sentí en paz y pensé, que si aquel gesto podía significar un pequeño aliento para su dolor, entonces daba gracias a la vida por ser capaz de devolverle a un rostro destrozado por la tristeza, el nuevo comienzo de una sonrisa.


MADRE LUNA
Diciembre de 2013

En memoria de tantas lágrimas que caen para que llegue una sonrisa.