En
aquél momento quedamos a merced del Universo, siempre tan caprichoso
y, en ocasiones, desconcertante.
Dos
horas antes yo me miraba al espejo de cuerpo entero. Mi vestido
negro, bien ceñido a mi piel, me hacía sentir viva y deseable.
Hasta yo misma me deseaba; pero no había tiempo, debía terminar de
producirme.
Rasgué
mis ojos con sombra negra y los afilé con una sutil linea que
viajaba por la costa de mis pestañas. Acentué mis pómulos con un
delicado toque amelocotonado, y levanté mis pestañas al cielo para
que, en su batir, parecieran alas de ángel.
No
tenía costumbre de pintar mis labios, así que tan solo les pasé
una barra de brillo para humedecerlos, y que destacaran por su
volumen y frescura, más que por su color.
Mi
cabello caía con gracia en sus capas, haciendo aquella coqueta forma
de casco que dejaba toda mi nuca al descubierto.
Estaba
preparada para marchar cuando, me asaltó una intuición; de esas,
que solo tenemos las mujeres.
Por
alguna razón, aún desconocida, sabía que aquella noche traería
consigo algo impactante, nuevo, y con suerte, placentero.
Aunque
la siempre poderosa razón, me obligó a poner los pies sobre mis
tacones de charol negro. Lo mejor sería no esperar nada; las
expectativas frente a lo incierto de lo que puede deparar una velada,
casi siempre suelen ser muy altas, y por supuesto, favorecedoras para
uno mismo.
Pero
si luego no se cumplen, la caída en picado del ánimo daba paso a
una inevitable sensación de decepción y fastidio. Por lo que decidí
que desoír aquella intuición.
Llegué
y el salón estaba repleto de almas.
Unos
ya calentaban sus cuerpos al son de la música mientras otros,
buscaban ese calor en sus copas de vino.
Saludos,
sonrisas y peticiones de baile me dieron la bienvenida.
Mientras
esperaba la llegada de mi amiga, la sala no cesaba de recibir nuevos
cuerpos sedientos de ese embrujo llamado Tango.
Saludé
al camarero y le pedí una copa de vino, él me repasó con la mirada
y su rostro se tornó, quizá, más sediento que el de los
bailarines. Sabía lo que provocaba en él, y eso me gustaba.
Le
dediqué una mirada felina y regresé a la mesa paseando con arte y
sensualidad las piernas que mi madre me dio.
Al
cabo de unos minutos, llegó mi querida amiga. Siempre tan hermosa y
elegante; ella era la dama de rojo y yo, siempre de negro, la dama
oscura.
Pedimos
otra copa y nuestro sumiso camarero, que tragaría arena por una cita
a solas con alguna de nosotras, las trajo al instante dejando la
barra desatendida y llena de gente que esperaba su turno.
Resplandecientes
llegaron nuestros hombres; por lo menos, los que a nosotras nos
interesaban.
Normalmente
solía disfrutar muchísimo en los brazos de aquellos bailarines.
Bailar con alguien y sentir un juego silencioso de seducción, es
algo poco habitual. Y aquellos a quienes consideraba “mis
favoritos” en mayor o en menor medida me hacían sentir eso.
Pero
aquella noche ni el vino, ni mi vestido, ni mis hombres consiguieron
que mi cuerpo se despertase. Algo fallaba; y temí, muy a mi pesar,
que aquella noche, sería como cualquier otra.
Regresé
a la mesa resignada y algo deprimida. Mi dama de rojo percibió mi
desánimo y quiso abstraerme conversando. Silenciosamente, deseaba
que aquella noche sucediera algo, necesitaba despertar después de
tanto letargo.
Y
sucedió...
Una
banda, compuesta por cuatro músicos, preparaba sus instrumentos
sobre el escenario.
En
realidad no puse mucha atención, muchas bandas habían venido a
tocar, y ésta parecía ser como todas, o peor.
Pero
la repentina bajada de luces me sorprendió gratamente y corté la
conversación.
Todo
estaba oscuro, salvo un pequeño foco de luz blanca que apuntaba
desde el techo a los músicos que, inmóviles frente a sus
instrumentos, esperaban el momento en el que se diera la entrada para
comenzar a tocar.
No
sé por qué, pero aquella escena me cautivó.
Cuatro
hombres aguardaban con los ojos cerrados, vestían todos de negro. El
que debía ser el cabeza de la banda llevaba un pañuelo blanco
engarzado al cuello. No eran precisamente jóvenes, estaban en ese
punto entre la juventud y la madurez, que los hacía súbitamente
atractivos.
Toda
la sala había quedado suspendida en un silencio expectante. Mi
corazón golpeaba con fuerza dentro de mi pecho.
De
repente, y a modo de susurro, la voz del cabecilla de la banda
anunció la entrada a los músicos.
Un
segundo después, la música brotó con pasión de los instrumentos.
No
hubo persona en aquella sala, que no se estremeciera ante la fuerza
de esas notas que se colaban por nuestros oídos, llegando a lo más
profundo de nuestro corazón; conquistándolo, dominándolo y
sometiéndolo al delirio de una música tan arrebatadora que
resultaba imposible permanecer sentado.
Agarré
por la corbata a uno de mis hombres.
Con
la fiereza y sensualidad de una pantera, noté que devoraba con
pasos a mi sorprendido caballero. Sentí la fuerza de cada nota y me
dejé llevar.
Así,
uno tras otro, los caballeros que pasaron por mis brazos saborearon
conmigo aquella pasión desmedida.
Pero
fue en los brazos de mi último bailarín cuando sucedió lo
inesperado...
Él
se sentaba al piano, tocaba con pasión; como si le estuviese
haciendo el amor al teclado, como si sus dedos viajaran tecla por
tecla haciéndolas estallar de placer. Sus ojos oscuros se cerraban
cuando el ritmo se volvía fuerte, y se abrían con gesto cansado
cuando la melodía se tornaba lenta. Estaba sentado ahí, pero
disfrutaba de algo muy intenso qué, desde luego, no estaba allí.
Seguimos
dando vueltas a la pista entre pasos, enrosques y alguna quietud que
permitía a mi compañero saborear el aroma de mi perfume.
La
canción llegaba a su fin cuando, abrazada a otro hombre que daba lo
mejor de sí para deleitarme, yo miraba voraz a aquél extraño.
Y
en un segundo, como si supiera perfectamente donde encontrarme, el
pianista, me miró con semejante intensidad que mis piernas, siempre
tan firmes, temblaron con violencia.
Nos
quedamos enganchados en aquella furiosa mirada y una corriente
eléctrica me atravesó el cuerpo.
Terminó
el baile y también el repertorio de la banda.
Me
faltaba el aire; me sentía turbada y excitada, ¿cómo era posible
desnudar a alguien con los ojos de aquella manera? ¿cómo puede
arder tu cuerpo de deseo por un auténtico desconocido?
Volví
a mi mesa mientras la gente les aplaudía. No encontré las palabras
adecuadas para contarle a mi amiga lo ocurrido y veloz escapé al baño para tranquilizarme.
El
agua fresca caía desde mi nuca por la largura de mi espalda.
Recordaba una y otra vez aquella mirada, aquello me excitaba cada vez
más. Mi mente empezó a divagar en cómo sería aquel hombre en la
intimidad. Y tras unos instantes de placenteras imaginaciones me
dispuse a regresar y guardar las formas. Aunque en mi interior, la
hoguera amenazaba con quemarme viva.
Traté
de comportarme y actuar con normalidad, pero cada dos por tres, mis
ojos le buscaban, y avergonzados, se escondían al descubrir que él
también me miraba.
No
me atrevía a ir sola a la barra; toda mi bravura parecía haberse
escondido, y en cierto modo, me sentía intimidada por la intensidad
de aquella atracción. Tan extraña y potente que, con cada mirada,
prendía la hoguera que ardía dentro de mi.
Me
agarré al brazo de mi amiga y nos acercamos. Los músicos, bebían y
charlaban con la gente que les felicitaban por su concierto.
De
reojo comprobé la distancia entre él y yo... estábamos tan cerca,
que las primeras notas de mi perfume le saludaron.
Se
encontraba de pie junto a otro miembro de la banda, pero ya no se
escondía. Sus ojos repasaron lentamente mi silueta para después,
detenerse en mi rostro. Le gustaba lo que veía, podía notarlo.
Aquel descaro encendió el rubor de mis mejillas.
Me
sentí un poco violenta y le miré desafiante para marcar limites.
Su
expresión se volvió aún más sugerente, yo no podía aguantarme
más. Necesitaba sentarme o caería desmayada ante aquél maldito
pianista que me arrebataba el sentido.
Decidida
me dí la vuelta y, en una fracción de segundo, el tacto de su mano
llegó hasta mi brazo para agarrarlo. Me detuve en seco y giré la
cabeza asustada, o mejor dicho, extasiada.
Me
atrajo hasta la cercanía de su cuerpo y me susurró al oído “Sos
una mujer muy especial”.
Me
temblaba todo el cuerpo. Sentirle tan cerca; aspirar su aroma, notar
su calor y oír su penetrante voz, me dejaron en blanco. No conseguía
articular palabra, lo único que podía hacer era mirarle. Él parecía
disfrutar con mi silencio.
Liberé
mi brazo y volví a mi mesa temblando.
Sin dudarlo ni un momento, le
pedí a mi amiga que me sacara de allí.
Él
me vio marchar... y nuestra última mirada lo dijo todo. No quería
irme y él tampoco que me fuera. Pero una voz interior me decía de
manera insistente que debía retirarme.
Nunca
volví a saber de él.
Como
única información sabía el nombre de la banda, y compré su disco...
sólo por oírlo una vez más tocar el piano.
Una
de sus canciones me seducía especialmente, y en las noches de luna
llena, solía escucharla e imaginarle de nuevo.
Me
apasionaba pensar que él estaba allí conmigo... acariciando mi
cuerpo con esos dedos que hacían maravillas sobre teclado. Besando
con la humedad de sus labios mi cuello, y apretando su cuerpo desnudo
junto al mio... jadeantes, apasionados e insaciables. Como si
quisiéramos bebernos mutuamente a base de besos; como si cada vez
que entraba en mi cuerpo, fuese la primera vez que lo hacía; como si
fuésemos fieras salvajes que trataban de devorarse.
Una
mezcla equilibrada entre deseo y locura.
No
había limites, no existía el tiempo, solo él y yo, y nuestra voraz
manera de amarnos.
A
veces me pregunto qué habría pasado si no me hubiese ido... pero
creo que si ésta historia no hubiese sucedido así, probablemente,
nunca hubiese merecido que le escribiera un relato en su memoria.
Dedicado
al Universo.
MADRE
LUNA
28
De Junio de 2013.

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