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viernes, 28 de junio de 2013

LE PIANISTE DE LA LUNE

La primera vez que nos clavamos lo ojos, un intenso latigazo de electricidad cruzó mi cuerpo de norte a sur.

En aquél momento quedamos a merced del Universo, siempre tan caprichoso y, en ocasiones, desconcertante.

Dos horas antes yo me miraba al espejo de cuerpo entero. Mi vestido negro, bien ceñido a mi piel, me hacía sentir viva y deseable. Hasta yo misma me deseaba; pero no había tiempo, debía terminar de producirme.

Rasgué mis ojos con sombra negra y los afilé con una sutil linea que viajaba por la costa de mis pestañas. Acentué mis pómulos con un delicado toque amelocotonado, y levanté mis pestañas al cielo para que, en su batir, parecieran alas de ángel.
No tenía costumbre de pintar mis labios, así que tan solo les pasé una barra de brillo para humedecerlos, y que destacaran por su volumen y frescura, más que por su color.
Mi cabello caía con gracia en sus capas, haciendo aquella coqueta forma de casco que dejaba toda mi nuca al descubierto.

Estaba preparada para marchar cuando, me asaltó una intuición; de esas, que solo tenemos las mujeres.
Por alguna razón, aún desconocida, sabía que aquella noche traería consigo algo impactante, nuevo, y con suerte, placentero.

Aunque la siempre poderosa razón, me obligó a poner los pies sobre mis tacones de charol negro. Lo mejor sería no esperar nada; las expectativas frente a lo incierto de lo que puede deparar una velada, casi siempre suelen ser muy altas, y por supuesto, favorecedoras para uno mismo.
Pero si luego no se cumplen, la caída en picado del ánimo daba paso a una inevitable sensación de decepción y fastidio. Por lo que decidí que desoír aquella intuición.

Llegué y el salón estaba repleto de almas.
Unos ya calentaban sus cuerpos al son de la música mientras otros, buscaban ese calor en sus copas de vino.
Saludos, sonrisas y peticiones de baile me dieron la bienvenida.
Mientras esperaba la llegada de mi amiga, la sala no cesaba de recibir nuevos cuerpos sedientos de ese embrujo llamado Tango.
Saludé al camarero y le pedí una copa de vino, él me repasó con la mirada y su rostro se tornó, quizá, más sediento que el de los bailarines. Sabía lo que provocaba en él, y eso me gustaba.
Le dediqué una mirada felina y regresé a la mesa paseando con arte y sensualidad las piernas que mi madre me dio.
Al cabo de unos minutos, llegó mi querida amiga. Siempre tan hermosa y elegante; ella era la dama de rojo y yo, siempre de negro, la dama oscura.

Pedimos otra copa y nuestro sumiso camarero, que tragaría arena por una cita a solas con alguna de nosotras, las trajo al instante dejando la barra desatendida y llena de gente que esperaba su turno.

Resplandecientes llegaron nuestros hombres; por lo menos, los que a nosotras nos interesaban.

Normalmente solía disfrutar muchísimo en los brazos de aquellos bailarines. Bailar con alguien y sentir un juego silencioso de seducción, es algo poco habitual. Y aquellos a quienes consideraba “mis favoritos” en mayor o en menor medida me hacían sentir eso.
Pero aquella noche ni el vino, ni mi vestido, ni mis hombres consiguieron que mi cuerpo se despertase. Algo fallaba; y temí, muy a mi pesar, que aquella noche, sería como cualquier otra.

Regresé a la mesa resignada y algo deprimida. Mi dama de rojo percibió mi desánimo y quiso abstraerme conversando. Silenciosamente, deseaba que aquella noche sucediera algo, necesitaba despertar después de tanto letargo.

Y sucedió...
Una banda, compuesta por cuatro músicos, preparaba sus instrumentos sobre el escenario.
En realidad no puse mucha atención, muchas bandas habían venido a tocar, y ésta parecía ser como todas, o peor.

Pero la repentina bajada de luces me sorprendió gratamente y corté la conversación.
Todo estaba oscuro, salvo un pequeño foco de luz blanca que apuntaba desde el techo a los músicos que, inmóviles frente a sus instrumentos, esperaban el momento en el que se diera la entrada para comenzar a tocar.
No sé por qué, pero aquella escena me cautivó.
Cuatro hombres aguardaban con los ojos cerrados, vestían todos de negro. El que debía ser el cabeza de la banda llevaba un pañuelo blanco engarzado al cuello. No eran precisamente jóvenes, estaban en ese punto entre la juventud y la madurez, que los hacía súbitamente atractivos.

Toda la sala había quedado suspendida en un silencio expectante. Mi corazón golpeaba con fuerza dentro de mi pecho.
De repente, y a modo de susurro, la voz del cabecilla de la banda anunció la entrada a los músicos.
Un segundo después, la música brotó con pasión de los instrumentos.
No hubo persona en aquella sala, que no se estremeciera ante la fuerza de esas notas que se colaban por nuestros oídos, llegando a lo más profundo de nuestro corazón; conquistándolo, dominándolo y sometiéndolo al delirio de una música tan arrebatadora que resultaba imposible permanecer sentado.

Agarré por la corbata a uno de mis hombres.
Con la fiereza y sensualidad de una pantera, noté que devoraba con pasos a mi sorprendido caballero. Sentí la fuerza de cada nota y me dejé llevar.
Así, uno tras otro, los caballeros que pasaron por mis brazos saborearon conmigo aquella pasión desmedida.

Pero fue en los brazos de mi último bailarín cuando sucedió lo inesperado...

Él se sentaba al piano, tocaba con pasión; como si le estuviese haciendo el amor al teclado, como si sus dedos viajaran tecla por tecla haciéndolas estallar de placer. Sus ojos oscuros se cerraban cuando el ritmo se volvía fuerte, y se abrían con gesto cansado cuando la melodía se tornaba lenta. Estaba sentado ahí, pero disfrutaba de algo muy intenso qué, desde luego, no estaba allí.
Seguimos dando vueltas a la pista entre pasos, enrosques y alguna quietud que permitía a mi compañero saborear el aroma de mi perfume.

La canción llegaba a su fin cuando, abrazada a otro hombre que daba lo mejor de sí para deleitarme, yo miraba voraz a aquél extraño.
Y en un segundo, como si supiera perfectamente donde encontrarme, el pianista, me miró con semejante intensidad que mis piernas, siempre tan firmes, temblaron con violencia.
Nos quedamos enganchados en aquella furiosa mirada y una corriente eléctrica me atravesó el cuerpo.

Terminó el baile y también el repertorio de la banda.

Me faltaba el aire; me sentía turbada y excitada, ¿cómo era posible desnudar a alguien con los ojos de aquella manera? ¿cómo puede arder tu cuerpo de deseo por un auténtico desconocido?
Volví a mi mesa mientras la gente les aplaudía. No encontré las palabras adecuadas para contarle a mi amiga lo ocurrido y veloz escapé al baño para tranquilizarme.

El agua fresca caía desde mi nuca por la largura de mi espalda. Recordaba una y otra vez aquella mirada, aquello me excitaba cada vez más. Mi mente empezó a divagar en cómo sería aquel hombre en la intimidad. Y tras unos instantes de placenteras imaginaciones me dispuse a regresar y guardar las formas. Aunque en mi interior, la hoguera amenazaba con quemarme viva.

Traté de comportarme y actuar con normalidad, pero cada dos por tres, mis ojos le buscaban, y avergonzados, se escondían al descubrir que él también me miraba.
No me atrevía a ir sola a la barra; toda mi bravura parecía haberse escondido, y en cierto modo, me sentía intimidada por la intensidad de aquella atracción. Tan extraña y potente que, con cada mirada, prendía la hoguera que ardía dentro de mi.

Me agarré al brazo de mi amiga y nos acercamos. Los músicos, bebían y charlaban con la gente que les felicitaban por su concierto.
De reojo comprobé la distancia entre él y yo... estábamos tan cerca, que las primeras notas de mi perfume le saludaron.
Se encontraba de pie junto a otro miembro de la banda, pero ya no se escondía. Sus ojos repasaron lentamente mi silueta para después, detenerse en mi rostro. Le gustaba lo que veía, podía notarlo. Aquel descaro encendió el rubor de mis mejillas.

Me sentí un poco violenta y le miré desafiante para marcar limites.
Su expresión se volvió aún más sugerente, yo no podía aguantarme más. Necesitaba sentarme o caería desmayada ante aquél maldito pianista que me arrebataba el sentido.

Decidida me dí la vuelta y, en una fracción de segundo, el tacto de su mano llegó hasta mi brazo para agarrarlo. Me detuve en seco y giré la cabeza asustada, o mejor dicho, extasiada.
Me atrajo hasta la cercanía de su cuerpo y me susurró al oído “Sos una mujer muy especial”.
Me temblaba todo el cuerpo. Sentirle tan cerca; aspirar su aroma, notar su calor y oír su penetrante voz, me dejaron en blanco. No conseguía articular palabra, lo único que podía hacer era mirarle. Él parecía disfrutar con mi silencio.
Liberé mi brazo y volví a mi mesa temblando. 
Sin dudarlo ni un momento, le pedí a mi amiga que me sacara de allí.
Él me vio marchar... y nuestra última mirada lo dijo todo. No quería irme y él tampoco que me fuera. Pero una voz interior me decía de manera insistente que debía retirarme.

Nunca volví a saber de él.
Como única información sabía el nombre de la banda, y compré su disco... sólo por oírlo una vez más tocar el piano.

Una de sus canciones me seducía especialmente, y en las noches de luna llena, solía escucharla e imaginarle de nuevo.
Me apasionaba pensar que él estaba allí conmigo... acariciando mi cuerpo con esos dedos que hacían maravillas sobre teclado. Besando con la humedad de sus labios mi cuello, y apretando su cuerpo desnudo junto al mio... jadeantes, apasionados e insaciables. Como si quisiéramos bebernos mutuamente a base de besos; como si cada vez que entraba en mi cuerpo, fuese la primera vez que lo hacía; como si fuésemos fieras salvajes que trataban de devorarse.
Una mezcla equilibrada entre deseo y locura.
No había limites, no existía el tiempo, solo él y yo, y nuestra voraz manera de amarnos.

A veces me pregunto qué habría pasado si no me hubiese ido... pero creo que si ésta historia no hubiese sucedido así, probablemente, nunca hubiese merecido que le escribiera un relato en su memoria.


Dedicado al Universo.

MADRE LUNA


28 De Junio de 2013.